Los Tudor
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 Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado}

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2 participantes
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Carlos V
Rey
Carlos V


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Fecha de inscripción : 12/08/2010

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MensajeTema: Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado}   Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado} EmptyVie Ago 13, 2010 11:08 pm

Había llegado en su diligencia a las dos de la madrugada. Los cascos de los caballos habían trotado tantos miles de veces que para el emperador, a pesar de estar ya silenciados, seguían cabalgando en su cabeza, fusilando sus pensamientos cual traidor. Alzó una mano y se frotó las sienes mientras aguardaba en la entrada a que alguien se dignara a recibirlo. Tras él, junto al carruaje, aguardaban Sebastián y un séquito de caballeros de los cuales no había logrado separarse a pesar de la exclusividad de su citación en ese palacio regentado por el mayor de sus rivales, Enrique VIII. Iba vestido con los atuendos más corrientes, dentro del vestuario de un emperador, claro está. Su torso se veía cubierto por una fina camisa de lino beige, abotonada hasta los pectorales, y una chaqueta negra con botones de plata. En su ancho cuello, un pañuelo rojo como la sangre se enredaba en el mismo como si de una serpiente o una soga estranguladora se tratara. Finas mayas ajustadas a sus poderosos muslos y altas botas de montar sólo lograban dar al emperador un aspecto más varonil, fuerte y atractivo. Su cabello, color castaño oscuro, se acomodaba sobre su ovalada cabeza, esta vez sin corona alguna.

Miró hacia atrás una vez las mujeres del servicio le abrieron y le recibieron con mil honores y galanterías inimaginables. Le indicaron que esperara a ser atendido por alguien digno de su rango, excusando la ausencia del rey. - No será preciso que su alteza sea desvelada, de todos modos. Vengo a ver a la reina en una citación de carácter estrictamente personal. - Siseó mirando a las doncellas inclinadas que no osaban ni mirarle. Bien parecían anonadadas por la presencia del sumo emperador. Le indicaron que debería aposentarse en uno de sus hospicios dado que pronosticaban tormenta eléctrica esa noche. Escasos segundos después se asomaba al enorme ventanal de su habitación. La lamparita de aceite amenazaba en apagarse de un momento a otro, pero eso no pareció importar al varón de imponente talante que, ensimismado, perdía sus pensamientos en un lugar lejano a ese palacio. Su piel palideció con la luz de un rayo. A la vez, la puerta sonó. Tres veces, casi con timidez. Eso le indicó que sería una mujer. ¿Tal vez Catalina? Lo tenía preocupado, dado que en la última carta de su tía, parecía haber leído entrelíneas más dolor que nunca antes. No se volteó hacia el gran portón, se limitó a dar un golpe de voz por encima del trueno. - Adelante. - Una gota cayó contra el ventanal, a la altura de los ojos del emperador, teñidos de color niebla.
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Ana Bolena
Damas de la Reina
Ana Bolena


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MensajeTema: Re: Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado}   Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado} EmptyVie Ago 13, 2010 11:46 pm

¡El gran día!, ¡se trataba de "El gran día"!. Un enorme revuelo se había formado en la Corte desde el primer momento en el que todo el mundo perteneciente a ella se había enterado de la llegada del Emperador del Sacro Imperio Romano. Cantidad de sirvientes desesperados corrían de un lado a otro con claras intenciones grabadas a fuego en sus mentes: Carlos debía encontrarse como en su casa y, por lo tanto, la comodidad debía ser primordial en su recibimiento.
La mitad de las personas residentes en Palacio, sabían de la rivalidad que tanto el Emperador como Enrique establecían. Jamás se habían puesto de acuerdo algo y sus ideales se presentaban, simplemente, diferentes. No concordaban. Eso era todo. Y todas las personas sabían que si tenían que verse las caras, era por la estrecha relación que les unía Catalina de Aragón. Esposa actual del Rey inglés y tía -familia- del hombre español.

De todas aquellas personas que estaban al tanto de la situación, Ana Bolena no era menos. Bajo aquella descomunal tormenta -la cual hacía retumbar a más de una doncella-, la dama simplemente no mostraba más que frialdad en su petrificado y hermoso rostro. Su mirada se posaba en su Reina, quien se entretenía cerrando una especie carta con sumo cuidado.
La tensión entre ellas siempre se encontraba presente. Catalina deseaba que Ana desapareciese de su vida. No la quería en la Corte y mucho menos la quería ver junto a su esposo. A quién había hipnotizado. Por otro lado, Ana tan solo ansiaba ver a Catalina muerta. En un sepulcro. Bajo tierra. Le daba igual todo lo demás. Su deseo era el apartarla de su camino para conseguir que sus tan logrados planes diesen resultado.
Pero, por el momento, ambas debían soportarse. Aunque Catalina tuviese el control total sobre la dama, Ana sabía perfectamente que podía utilizar sus dotes de manipulación con Enrique para hacerle crear un mayor rencor hacia su esposa. Catalina lo temía, pero no por ello se hacía ver débil. Jamás. Aquella maldita Reina parecía no ser derrocada.

" Señorita Bolena, llevad esta carta a las estancias de mi Sobrino, Carlos. Tened mucho cuidado, hacedla llegar a sus manos y, sobretodo, ni se os ocurra abrirla para leer su contenido. ¿Me habéis entendido claramente? "

Ana, tras agarrar aquella carta con cierta brusquedad, asintió simplemente e hizo una pequeña reverencia a modo de despedida. ¿Cómo no entenderla?, Catalina era una mujer que dejaba demasiado claras sus intenciones. Era poco peligrosa en aquel aspecto. Y aquello beneficiaba a la amante del Rey.
Así, con su siempre contoneo de caderas y propagación de inmensa felicidad, se dirigió hacia las estancias de Carlos evitando todo tipo de contacto visual con los presentes en Palacio. Las miradas que éstos le dedicaban no eran precisamente de devoción y era por ello que no hacerles aprecio era la mejor manera de despreciarles. Ella poseía poder ahora. ¡Que se fuesen acostumbrando!

En pocos minutos, la mujer había posado su delicada mano en la puerta de la habitación del invitado. Con suavidad, marcó tres golpecitos encima de ésta y tras escuchar el permiso del hombre para poder entrar, la mujer no dudó en hacerlo.
Abrió la puerta lentamente y tras entrar por ella, dejó posados sus ojos encima de la espalda de su acompañante durante unos instantes, bajándolos en un final al mismo tiempo que su cuerpo se inclinaba en una cordial reverencia.

- Majestad, disculpe la interrupción. La Reina Catalina me manda entregarle esta carta en mano -sentenció la muchacha, volviendo a incorporarse. Seguidamente, sus pasos le fueron dirigiendo hacia el Emperador y su mirada buscaba, interesada, poder posarse en los ojos del mismo. No creía que el sobrino de la Reina pudiese presentar tan buen tipo.
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Carlos V
Rey
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MensajeTema: Re: Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado}   Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado} EmptySáb Ago 14, 2010 10:04 am

Sus irises, pintarrajeados de color plata, siguieron cruzando el cristal que tenía a menos de un palmo de la nariz. Tan cerca estaba que el vidrio se empañaba ligeramente cuando su vida, o por lo menos su aliento de vida, golpeaba esa desnudez fría y transparente. Entrecerró ligeramente los ojos cuando otro relámpago iluminó la estancia, la puerta parecía ya haberse abierto. Dudó en voltearse, no por la presencia de la persona con la que consumiría sus próximos minutos, sino por que esa tormenta lo tenía conmovido. Le relajaba enormemente una noche de luna llena, pero una noche cruzada por relámpagos, humedecida por lluvia y sacudida por truenos empezaba a resultar sorprendentemente fascinante. Una voz femenina irrumpió en la sala y, entonces sí, se volvió sobre sus talones, erguido como todo hombre debe ir. - No me ha interr... - Empezó a decir, entreabriendo esos varoniles labios, entornados por una fina barba y bigote, pero enmudeció cuando se encontró a esa mujer. No la conocía, aún. Pero fuera como fuere, no esperaba que mandaran a una mujer de ese potencial -a primera vista- a sus dependencias.

Cortinas de lágrimas celestiales adornaban el paisaje ennegrecido por la oscura noche tormentosa, que únicamente permitía ser iluminada por la intermitente luz de los rayos. Parpadeó un par de veces contemplando, a la luz de la lamparita de aceite, la belleza indudable de algo tan imperfecto como el ser humano. Logró recomponerse a los cinco segundos, tiempo suficiente para analizar visualmente cada detalle a la vista que le dijeran algo más sobre esa chica de apariencia joven.
- No puede considerarse interrupción, luego nada provechoso estaba haciendo. - Concluyó, cruzando las manos a la espalda, permaneciendo junto al ventanal. Contempló una vez más esos rasgos angelicales, esos atuendos elegantes pero no imperiales ni pomposos, esos ojos azules como el infinito, esos pendientes que parecían tintinear a cada efímero movimiento. Por un momento pareció olvidar todo el asunto de la carta, hasta que la vio abrazada a las pálidas y delicadas manos de ella. Carraspeó y se acercó con paso lento pero elegante, tendió una mano para que le fuera entregada. En su cabeza, unos dedos invisibles golpeaban las teclas de un piano que sólo en su cabeza tenía cabida.
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Ana Bolena
Damas de la Reina
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MensajeTema: Re: Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado}   Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado} EmptySáb Ago 14, 2010 12:24 pm

Una pequeña sonrisa se acomodó en el rostro de Ana Bolena sin siquiera poder contenerla. Muchos rumores habían corrido por Palacio en aquellos días y la mitad de éstos explicaban con todo tipo de señales y detalles el atractivo procedente del Emperador español. Cientos de bocas habían representado al joven como un hombre flacucho, de apariencia grimosa pero de esplendorosos ojos cargados de un verde prado. Muchas otras habían sentenciado que el Emperador se trataba de un tipo alto, muy alto, de exagerada rudeza en su rostro y cuerpo y de apariencia más bien agresiva. Toda una bestia. Pero ninguno de aquellos supuestos susurros habían logrado dar con el parecido a la realidad. Aquel hombre, el que se encontraba en frente suya, era mucho más de lo que se había llegado a imaginar en un principio. Perfecto, podía decirse.

Alto. Increíblemente esbelto y atractivo. Rudeza en su rostro pero complementada con aquella apariencia de joven galán. Penetrantes ojos que parecían desnudarte con la mirada y, como dato importante, un precioso pelo adherido a su cabeza. Lo suficientemente atrayente como para desear hundir sus manos en él y tirar del mismo.
¿En qué pensaba Ana Bolena?, posiblemente fuese mejor callar su mente al respecto. No creía que Enrique estuviese muy a favor de sus pensamientos en aquellos mismos instantes.

Las palabras de Carlos finalmente comenzaron a fluir por su boca. Su voz mostraba un tono serio, calmado también y conseguía que la propia Ana temblase al escucharle. No de miedo, no. Todo lo contrario.
Paso a paso, la muchacha fue acentuando sus movimientos hasta colocarse a su lado. En cuanto éste alzó su mano para agarrar la preciada carta que Catalina le había encomendado entregar, la mujer volvió a inclinarse en reverencia a la par que sus manos ofrecían dicho trozo de papel.

- Majestad... -contestó la mujer antes de volver a levantarse de nuevo y notar como la cálida piel del hombre rozaba la suya propia. Una nueva sonrisa torcida se apoderó de los labios de la joven hija de Tomás Bolena y una nueva mirada se apoderó de los ojos de la misma. Una mirada cargada de ferocidad que ocultaba intenciones que tan solo la cabeza de su portadora tenía bien claras. Y es que nadie, absolutamente nadie, podía saber qué era lo que pasaba por la mente de Ana Bolena. Nadie podía lograr sonsacar los planes que tal víbora ocultaba en su envenenada mentalidad. Nadie.

- Si me lo permite... que tenga una buena noche -contestó de nuevo a la mujer a la vez que hacía otra pequeña reverencia y se deslizaba de seguido hacia la puerta de salida. No tenía nada más que hacer allí.
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Carlos V
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MensajeTema: Re: Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado}   Jamás conoceréis a un filósofo más elocuente de las mayores locuras. {Privado} EmptySáb Ago 14, 2010 11:28 pm

El emperador de todo el Imperio Sacro sintió el mudo bamboleo de su endurecido corazón maltratado al largo de tantos años por efímeres amores puramente obsesivos. Siguió tendiendo una mano hacia ella, esperando arrebatar de esas frías manos femeninas el pedazo de celulosa entintada que confesaría los más oscuros secretos de su tía por parte de madre, Catalina. Para ser sinceros, hacía ya muchas lunas llenas que Carlos había olvidado el valor de los lazos familiares. Y es que cuando uno se convierte a tan temprana edad en sumo emperador, todo el mundo espera algo de ti, independientemente de que sea família. Pero, a pesar de no apreciar como hermana de su madre a la reina de Inglaterra, estaba ciertamente interesado en el tema ya que concernía al nombre de Enrique. Ese odioso nombre que secretamente pensaba día tras día, llevándolo por el camino de la más solitaria y muda amargura. Quería sacarlo de su vista, exiliarlo a los confines del mundo. ¿Por qué? Aún no lo había averiguado, pero tiempo al tiempo, se repetía incansable el hijo de Felipe y Juana.

Todo desapareció, dispersándose cual humo de un cigarrillo nocturno, cuando la mano de la mujer rozó la de él en medio del intercambio. Ese inocente contacto no pasó desapercibido por ninguno de los dos, ya que esas hermosas mejillas carnosas bailaron cuando en sus deliciosos labios se formó una ladina sonrisa entre traviesa e inocente. Carlos buscó con repentina necesidad ese par de grandes ojos azules que lucían con una pizca de maldad y otra de deseo. Su mano, aún fría del trayecto entre el carruaje y el palacio, había reaccionado al tacto de su cálida mano pálida produciéndole ni más ni menos que un severo escalofrío que recorrió toda su columna vertical, logrando que se le erizara el bello de los brazos. Todo pasó muy deprisa y amenazó en perderse cuando Carlos ya se vió con la carta en sus dominios y la mujer camino a la puerta entreabierta. Aparentemente, cualquiera juzgaría que lo que hizo a posteriori no lo meditó, que actuó por impulso animal, pero no fue así. Lo pensó bien en los pocos segundos que separaban a la mujer de la puerta.

Sus relucientes botines negros de montar a caballo, ensuciados por algo de barro ya seco, pisaron firmemente el suelo de esa dependencia, siguiendo fielmente los pasos de la mujer cual cachorro que sigue a su dueño. Tardó poco más de cinco segundos en situarse a su espalda. Alargó con elegancia, pero a altas velocidades, su brazo derecho que, rozando el desnudo hombro de la mujer, se tensó para poder empujar con las yemas de los dedos la puerta, cerrándola de un solo empujón de mano. Ella quedó estática, de cara a la puerta y de espaldas al emperador. Éste, con el corazón agonizando en deseos de consumir una repentina oleada de lujuria, permaneció mudo escasos segundos, con las yemas de los dedos bloqueando la puerta y su pecho acariciando la espalda de la doncella. - No os vayáis todavía. - Ordenó en un hilo de voz segura de sí misma, grave y varonil. Respiró lentamente en su nuca, meseando con su aliento esos cabellos oscuros. - No sin decirme vuestro nombre; luego preciso más saber el nombre de la hermosa mujer, de ojos color el mar y cabello color noche eterna, que leer la carta de su majestad. - Concluyó entrecerrando esos ojos plateados, dibujando con los labios una mueca seria mientras, de fondo, otro trueno quebraba el final de su frase. Los ventanales se abrieron de par en par por un golpe de viento y la lámpara de aceite se apagó, sumergiéndolos en una apetecible oscuridad íntima.
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