Los Tudor
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Los Tudor

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 A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}

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Ana Bolena
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Ana Bolena


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MensajeTema: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyJue Ago 05, 2010 2:52 pm

Silencio. Completo silencio en la habitación de la joven Bolena debido al poco movimiento que por los pasillos había a tales horas. El motivo de esto, era la reunión de toda la Corte en uno de los tantos festejos que el Rey de Inglaterra, Enrique, solía realizar cuando el aburrimiento terminaba por devorarle. Absolutamente todo el mundo se encontraba ahora en el enorme salón de banquetes disfrutando del comienzo de dicha celebración; bueno, todos, a excepción de Ana quién aún seguía plantada delante de su espejo con gesto dudoso.
La joven procedente de la ambiciosa familia Bolena sabía a ciencia cierta lo que su padre y tío esperaban de ella. Y también tenía bastante claro que en aquella noche, ambos zorros, estarían al acecho de los movimientos de la hermosa mujer. Quisiese o no, Ana ya estaba sentenciada a ser vigilada por millones de ojos envueltos en la más pura codicia. De igual modo, a aquellas alturas, ya no le importaba demasiado. Simplemente porque había dejado de ver a Enrique como una simple presa y había comenzado a tratarle como algo más que ésta. Había empezado a verle de una manera, que por seguro, no le iba a conducir a buen puerto.

Sus manos se deslizaron hacia un pequeño joyero el cual, al ser abierto, dejó ver la cantidad de obsequios que había tenido que aceptar de Enrique -desde su cargo como amante-, para mantenerle contento. Buscó y rebuscó y, finalmente, dio con uno de los collares que más impresión le habían causado. Completamente de oro y decorado con enormes piedras preciosas entre las que destacaban el rubí y el zafiro.
Un suspiro se escapó por su boca y tras cerrar de malas maneras el joyero. Más bien arremetiendo contra él hacia un lado, la joven acercó dicho collar su propio pecho y lo apretó con fuerza a la vez que cerraba los ojos. Negó con su cabeza, también.
En muchas ocasiones, la sensatez que tanto personificaba su carácter intentaba impedirle que dejase de involucrarse en asuntos tan peligrosos como lo era aquel, sin embargo, la desdichada mujer ya se encontraba demasiado sumida en su futuro. Se había relacionado más de la cuenta con Enrique, todo culpa de su padre y tío, y había terminado por vivir una realidad que en un pasado jamás creería alcanzable.

Sus ojos volvieron a abrirse de par en par y se posaron en su vivo reflejo. Varios segundos tardó Ana en meditar todo lo que podría ocurrir en aquella noche, antes de colocarse -un tanto a regañadientes-, aquel collar que con tanta insistencia el Rey de Inglaterra le regaló. Más bien le obligó a llevar.
En pocos minutos, tras haberse arreglado en un moño alto la perfecta cascada morena que tenía como cabello, terminó por abrir la puerta de la habitación donde residía en aquella Corte y salir por ella.

A medida que iba caminando por los pasillos, haciendo gala de su altanería y buen ver, podía escuchar de fondo la música trovadora procedente del salón donde el festejo se celebraba. Además, las risas y el jolgorio que aquella enorme sala rebosaba, conseguían mantener a los presentes toda la noche entretenidos. Incluida a ella, quién sabía a la perfección que Enrique la buscaría desesperado. Como siempre lo hacía.
No tardó demasiado en entrar en el lugar rebosante de alegría y diversión. Hombres bebiendo hasta caer borrachos, parejas de ambos sexos disfrutando del son de la música con sencillos pasos de bailes y, por supuesto, gente en sí disfrutando la una de la otra. Dejando entrever la enorme tensión sexual que podría provocar los acercamientos en una noche de entretenimiento como aquella.

Sin embargo, todo aquello, a Ana Bolena le daba igual. Ella había bajado a la fiesta con el simple motivo de encontrarse con Enrique. Y era por ello que en esos mismos momentos los ojos azulados de la mujer miraban de un lado a otro -siempre con elegancia- y reparaban en cada uno de los hombres que en aquella estancia de encontraba. Sin mirar a las mujeres, pues éstas, no parecían en demasiado acuerdo con la presencia de la joven. ¿Quizás envidia?, posiblemente. Aunque Ana veía que era más bien rencor debido al amor incondicional que sentían hacia Catalina de Aragón, esa mujer que complicaba tanto las cosas entre los dos amantes.
Nuevamente, la mirada de Ana se deslizó por todo el banquete para, finalmente, detenerse en la enorme mesa donde presidía tanto el Rey como su familia. Una familia aparentemente unida que, en verdad, tan solo guardaban apariencias. Al igual que la mitad de las familias procedentes de la nobleza. Incluida la suya propia.
Una divertida sonrisa se apoderó de la joven Bolena y sin pensarlo, acompañada con aquel encanto que tan solo ella desprendía, comenzó a moverse hacia uno de los tantos rincones visibles a los ojos del Rey. ¿Qué esperaba de esto?, simplemente a que el hombre se fijase en su presencia e hiciese favor de acompañarla solo a ella.
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Enrique VIII
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyJue Ago 05, 2010 6:32 pm

El furor que habitaba en los lugares más recónditos del castillo, era algo que ya se predecía horas atrás. El rey era joven y jaranero y, por ello, era habitual que en cada pocos días se celebraran fiestas que no tuviesen nada que ver con la llegada de algún invitado especial de otro Reino. El último evento celebrado por la llegada y la inesperada alianza con el Emperador Carlos V que le enrevesaba sus planes perfectamente estructurados, le había dejado con un mal sabor de boca. Y esta noche pensaba divertirse a su manera pese a tener que compartir el lugar contiguo al suyo con su esposa, Catalina; pero no era algo que le preocupaba demasiado, Enrique era un genio en cuestión de fingir predilección por su cónyugue y nadie se cercioraría de su actual y lamentable situación con ella.

Los segundos pasaban con rapidez, los minutos dejaban de ser eternos, y la hora concretada de la celebración se aproximaba como el mismo sonido de un relámpago segundos después de manifestarse. Empezaba a respirarse un ambiente de lo más caldeado, pero la urgencia de sus séquitos horas atrás para que todo quedara perfectamente tal y como imponía Enrique, empezaba a tranquilizarse para dejar pasar un ámbito más calmo y apacible. Ya estaba todo listo, y los invitados empezaban a adentrarse en el gran salón. El joven y apuesto rey, se encontraba en sus aposentos con un servidor que le modificaba los últimos detalles de su ropaje; de un color borgoña flamante. Los ojos azul celeste del muchacho escudriñaban su semblante reflejado en el espejo mientras que su mente divagaba en términos poco vinculados en la fiesta en particular.

"Majestad..." Le dijo el hombre al terminar su labor, para, seguidamente, dedicarle una servicial reverencia y alejarse por la puerta. Apenas se movió de su posición, su mirada seguía fija en aquel grande e inmaculado espejo que reflejaba la imagen de la grandeza que poseía. Los ojos del muchacho habían cambiado de parecer, de repente, habían cobrado un brillo especial. Se mentiría a si mismo y Dios sería testigo de dicha farsa, que, además de celebrar este evento para entretenerse y dejar por una noche todos aquellos dilemas que tendría que solucionar los días siguientes, la aparición de la joven Ana Bolena en la celebración no tuviese nada que ver. Enrique la había solicitado semanas atrás en la Corte para poder pasar más tiempo con ella, aunque difícilmente encontraba el momento más idílico con el que estar con su amada. Y esta noche posiblemente no fuese la excepción... Sin embargo, el deseo irrefrenable por hablar con ella y perderse en la calidez que emanaba todo su cuerpo, era mucho más poderoso que su razón. Así que intentaría encontrar unos minutos para estar con su amada a solas. A fin de cuentas, el romance entre ambos siempre había resultado ser un secreto a voces.

Antes de cruzar el umbral que comunicaba directamente con la sala de baquetes, se encontró directamente con Catalina. La miró con aquella mirada impasible y le dedicó una leve sonrisa. - Mi Reina... - Le dijo, alzándo la mano con un grácil movimiento para que se la tomara y, antes de que su esposa se la aferrase -con más fuerza de lo normal-, sentenció la oración con unas significativas palabras. El rostro del joven rey se tornó más sombrío y distante. "Vuestra Reina, ahora y siempre." Respiró sordamente para empaparse de paciencia y, con una fingida sonrisa, apareció junto con su esposa en el gran salón donde todos les esperaban con una conjunta reverencia. El silencio entre el matrminio era bastante visible, en el momento en que ambos tomaron asiento apenas se habían dirgiido la mirada, al menos Enrique, ya que Catalina le dedicaba miradas suplicantes a lo que él ignoraba a toda costa de mala manera.

Allí se encontraban todos sus conocidos, algunos se acercaban, otros se presentaban, charlaban, y alguna que otra fuerte carcajada característica del rey hacía su aparición. Pero no fue hasta encontrarse a lo lejos con el rostro de Ana Bolena entre la multitud, que aquel deseo incontenible se hiciese presente en él. El joven seguía con la mirada a su amada con desesperación, con aquella mirada lasciva capaz de transpasarla. - ¿Acaso pueden haber mejores músicos en la Corte? - Les comunicó en voz alta a todos aquellos con los que estaba rodeado, los demás tan sólo se dedicaron a reír por el ocurrente comentario del rey. - Si me excusan, caballeros, desearía poder entablar una conversación con un conocido. - Enrique se levantó de su asiento con la mirada de Catalina clavada en él y, después de dedicarle una sutil inclinación, se perdió entre la multitud en busca de su amada. La mirada del muchacho se paseaba impaciente por todo el gran salón en busca de la persona que le tenía totalmente enloquecido: él mismo se había convertido en el fiel servidor de la muchacha.

Y allí, en medio de todo el gentío, la mirada del joven rey se encontró con unos ojos azulados preciosos y una belleza abrumadora. Era su amada, Ana Bolena. Se encontraba de espaldas a él pero con la cabeza ladeada para poder observarle. Siguió a la joven con pasos firmes y veloces hasta donde su ubicación, preso del embrujo de la muchacha cual títere atado por los hilos de un titiritero. Se detuvo frente a ella y se inclinó hacia delante, con ambos brazos abiertos en señal de reverencia. - Lady Ana... - Se enderezó seguidamente para ofrecerle la mano, dejando entrever una de sus seductoras e insinuantes sonrisas. - ¿Me concederíais este baile? - Sin nisiquiera esperar una respuesta procedente de Ana, la aferró de la mano y la acercó a su cuerpo con ímpetu para susurrarle al oído apenas rozando su mejilla con la de ella. - Estais hermosa, como siempre. Pero hoy más que núnca. Me complace que lleveis puesto mi insignificante obsequio en comparación con lo que siento por vos, amor mío.

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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyJue Ago 05, 2010 8:16 pm

Claramente y, como era de esperar, Enrique no tardó demasiado en localizar a su amada Ana Bolena. La muchacha, que desde un principio se había colocado a la vista del hombre, se encontraba totalmente de espaldas a él. Su rostro ladeado era capaz de observar todos y cada uno de los movimientos que su amante realizaba en su acercamiento y, para más detalle, también conseguía localizar la posición de la Reina de Inglaterra. Ésta, al igual que los muchos presentes que en la fiesta se encontraban, la miraba de una manera agresiva, rencorosa. Demostrando el tanto odio y daño que había creado la simple dama de palacio en toda la Corte.
Sin embargo, por el lado de Ana, esa mirada tan solo iba cargada de pura envidia. Envidia por ver como Enrique iba cayendo día a día en los brazos de otra. En sus brazos. Brazos que, al contrario que los de la Reina actual, parecían reconfortarle y hacerle olvidar todos los problemas que se acumulaban en su manos.
De nuevo la viperina mirada de Ana se posó en su Rey. Éste había conseguido llegar hasta su posición y, por lo tanto, ser obsequiado con una de las tantas sonrisas torcidas de la joven Bolena.

Por un momento, gran parte de los presentes voltearon a ver a los dos individuos. Se oían rumores, muchos rumores de que tanto la joven perteneciente a la familia Bolena como el Rey de Inglaterra tenían algo entre manos. Claramente, también se podía ver a simple vista que lo que sentían el uno por el otro era algo más que un simple capricho por parte del Rey.
Ana había sido coronada antes de tiempo. Era tratada como una diosa; siempre glorificada por Enrique y obsequiada por el mismo. Diamantes, joyas, continuas cartas que volaban de unas manos a otras para ser depositadas en las de la hermosa muchacha. Comentarios, muchos comentarios cargados de malos presagios reinaban en la Corte de Palacio. ¡Y posiblemente por Inglaterra!
Ana no era bienvenida. Nunca lo había sido. Lo primero de todo por su comportamiento siempre altanero y orgulloso. Lo segundo porque Catalina era demasiado amada.

El hombre que allí delante se encontraba se inclinó hacia ella, saludándola y consiguiendo que la joven Bolena también le devolviese el gesto de una manera sencilla y coqueta. Siempre con su mirada posada en la del apuesto Rey inglés.
- Majestad... -contestó la mujer en un tono agradable y acompañando aquel simple recibimiento con una sonrisa mucho más amplia que la de en un principio.
Su cuerpo volvió a incorporarse y sus sentidos volvieron a ponerse a disposición del Rey en cuanto éste comenzó a hablar de nuevo.

¡Cómo no!, el Rey deseaba bailar. Una encantadora manera de poder combatir aquel deseo sexual que parecía irradiar por parte de ambos. Era por ello que aceptaría tal petición.
Contestarle iba a hacer cuando el fuerte agarre de Enrique consiguió tirar de su cuerpo y acercarlo al de él.
Por un momento, por "aquel" momento, los ojos de Ana volvieron a posarse en los del hombre, sin titubear, mientras una nueva sonrisa se había acomodado en su rostro a medida que las palabras del Rey iban escapando de su boca.
¿Qué hacer?, simplemente nada. Dejarse gozar de aquellas maneras tan repentinas que Enrique tenía en hacerle sentir única. Porque, claramente, cuando hombre soltaba tanta palabrería -fuese cierta o no-, conseguía hacerte creer que eras el mayor tesoro del universo.

Sus ojos rodaron unos segundos, encandilados por la suavidad de sus palabras, hasta terminar abriéndose de par en par en cuanto la mejilla del hombre rozó la suya. Fue en ese mismo instante cuando Ana ladeó un poco su rostro para poder acariciar con sus labios la oreja del monarca en un intento desafortunado de mordérsela. Sin llegar a hacerlo, claramente, por "educación" hacia la Reina que aún seguía con sus ojos puestos en ellos.

- Os he echado de menos, mi amor... -le susurró la mujer con aquella sensualidad tan dulcificada que presentaba antes de volver a centrarse en su propia contestación- Estupideces, Majestad. ¿Cómo no portar el presente regalado por el hombre más apuesto, poderoso y encantador de todo el Reino inglés? -preguntó la joven, intentando sonsacar una de sus sonrisas, para finalmente dedicarle una juguetona mirada- Bailemos -le animó en un final a la vez que agarraba una de sus manos y se la besaba con suavidad. Sin importarle demasiado que todas aquellas miradas furtivas se encontrasen impregnadas en la misma rabia.
Ana Bolena sería la próxima reina de Inglaterra. Le gustase a la población inglesa o no. Y, por lo tanto, iba siendo hora de que el gentío comenzase a respetarla como tal.

Y la música resonó de nuevo en toda la sala. El ambiente se animó una vez más y las miradas que en un principio se habían posado en la pareja de amantes, ahora tan solo se dedicaban a observar al acompañante de baile que tenían en frente. Posiblemente, el acompañante de cama al finalizar la noche.
Ana posó una de sus manos cerca del rostro del hombre, sin si quiera rozarlo, para seguidamente deslizar uno de sus dedos por los labios del mismo. Acompañando tal gesto con una picaresca sonrisa en su rostro. De seguido, la mujer comenzó a mover su cuerpo con atrevimiento; comenzando con un simple rodeo alrededor del hombre para finalmente aferrarse a una de sus manos y dejar que éste la voltease, comenzando así una fuerte lucha entre los dos por intentar comprobar quién conseguía marcar el ritmo de los pasos de baile.
Rozamientos, continuos giros y movimientos que conseguían que espalda de Rey y dama de Palacio se acariciasen con soltura. Gráciles pasos que terminaban por enloquecer a los presentes en la sala, dejándoles espacio. Risas cargadas de diversión, caricias por parte de ambos que eran observadas por todos y cada uno de los personajes allí encontrados.
Sensualidad. Eso era lo que el aire transportaba de un lado a otro de sus bocas, las cuales gemían debido al cansancio que aquellos movimientos provocaban.

Final. Un acercamiento mutuo. La boca de Ana Bolena se encontraba ligeramente acomodada en una de las mejillas del hombre, cercana -muy cercana- a sus labios. Una pequeña sonrisa se escapaba de ella y, mientras tanto, una de sus manos se dedicaba a ascender desde el muslo del hombre hasta uno de sus brazos. Agarrándolo.
¿Decir algo?, ¿para qué?; aquella fatiga lo decía todo. Aquellas miradas sumergidas en fuego hablaban por sí solas. Ana Bolena no necesitaba decir nada, tan solo necesitaba esperar a que el hombre que tenía delante suya dijese algo.
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyVie Ago 06, 2010 10:24 am

Como ya era de esperarse, los primeros comentarios indeseados e incesantes acompañados por las miradas recelosas que se posaban directamente hacia la joven acompañante del rey inglés, empezaban a surgir de entre la muchedumbre que les rodeaban con sumo interés. El joven monarca poca importancia le daba lo que opinaran los demás, y menos ahora que su máxima prioridad se encontraba frente a él. Era un rey joven y mostraba una especial despreocupación por lo que pudiesen llegar a decir al respecto; empezaba a estar aborrecido de tener que fingir. Tarde o temprano deberían de sumirse todos a su voluntad y aceptar a Ana Bolena como futura Reina de Inglaterra. A fin de cuentas el era el rey y por la grácia de Dios que iba a conseguir su propósito.

Bien era cierto que Enrique no tenía ningún reparo a la hora de esconder el deseo que sentía por la joven Bolena frente a su esposa y los demás, es más, podría haberlo hecho y quedarse junto con su cónyugue y el resto de invitados que se encontraban en la mesa durante el resto de la fría noche de invierno, encantados por la compañía del rey y de sus futuros negocios con el mismo. Pero él sabía que inconscientemente la buscaría con la mirada, que estaría pendiente de su amada durante toda la velada, y furioso por los posibles acercamientos de otros hombres hacia ella. Aunque quizás muchos de éstos se lo pensarían más dos veces antes de lanzarse a ella cuales cazadores en busca de su ansiada presa; pues aquellos pequeños detalles que el joven rey no podía reprimir ni disimular ante la presencia de Ana, eran la acreditación de la especial devoción que sentía por la bella doncella. Estaba preso del encanto que emanaba la morena y, con tan sólo deleitarse con su presencia, hacía que ansiara más de ella, que anhelara de su dulce y tan añorada compañía.

La capacidad que tenía aquella mujer que se encontraba frente a él para que éste se olvidara prácticamente de todos los presentes -incluyendo a su esposa-, era algo que jamás le había ocurrido con ninguna otra mujer pese a ser un rey un tanto impulsivo. Simplemente porque lo que Ana despertaba en él jamás lo había conseguido nadie, no de esta forma. El pasional hombre apenas dejó que la joven doncella se expresara tras sus más sinceras y afectivas palabras, la tenía completamente adherida a su cuerpo como si de una sola persona se tratasen. Necesitaba su contacto desesperadamente desde hacía días y, pese a no estar a solas con ella, difícilmente lograría retractarse. En su mente todavía persistía la fijeza con la que Ana clavaba sus ojos en los suyos; seguros y determinados. Enrique aprovechó los segundos de aquella proximidad al máximo, cerrando los ojos y hundiendo su nariz cerca de su cabello, para aspirar aquel aroma sumamente adictivo de su amada, llenando los pulmones de su fragancia.

Los labios del rey no tardaron en curvarse en una ladeada y complaciente sonrisa, cuya sonrisa se ensanchó mostrando parte de sus perfectos dientes al sentir aquel agradable cosquilleo cerca de su oído; eran los labios de la joven Bolena, suaves e incitadores, provocando en él aquel deseo de probarlos y de perpetuar su sabor. El esfuerzo que tenía que soportar el fogoso joven para retener sus arrebatos pasionales eran admirables, más aun cuando le había prometido a su amada que esperaría a tomarla hasta el deseado matrimonio. - Y yo a vos... No sabéis cuán reconfortante es escucharlo de vuestros labios. - Le respondió el joven, para, seguidamente, volver a encontrarse con su mirada. El rey le concedió una corta pero suave risa ante su siguiente respuesta; corta por el respeto y el cariño que sentía por Catalina. Había decidido -por el momento- no dar muestras tan tangibles de su romance con Ana frente a los ojos de su esposa, juzgándole. Aunque empezaba a ser bastante complicado. - Me halagáis, Ana... Dejaros que os llene de presentes, dejaros que os siga llenando de mi incondicional y más sincero amor por vos. - Le confesó, con aquella dulzura impropia del impetuoso rey de Inglaterra, pero tan real y entregada en cuanto a su amada se refería. La joven Bolena aceptó finalmente a la proposición del rey, no sin antes dedicarle ésta una de sus típicas sonrisas juguetonas que habían encandilado a Enrique desde el primer encuentro. Al beso en la mano que Ana le otrogó en un gesto muy afectivo, el monarca le dedicó una cómplice sonrisa con aquel deje de picardía en la mirada.

La música despertó la ensoñación de los presentes, quienes se concentraron a retomar de nuevo el baile con sus respectivas parejas. Enrique se inclinó de nuevo en una reverencia dedicada exclusivamente a su acompañante. Y, en cuanto de irguió para acercarse a la mujer, la joven Bolena le sorprendió como siempre hacía. El rey se paró a pocos centímetros del cuerpo de la muchacha con los labios entreabiertos por la sorpresa, sin la mínima intención de apartar su mirada del rostro de la mujer. Uno de los dedos de Ana se deslizaron por los labios de Enrique a lo que él le correspondió con un fugaz beso en el mismo. El rey la siguió con aquella mirada cargada de fogosidad los movimientos de Ana a su alrededor. Una lasciva sonrisa surcó su rostro durante unos instantes con la mirada esta vez hacia al frente, hasta que, de repente, dio un giro para encararla y poder tomarla de la mano para voltearla seguidamente. Terminando ella de espaldas al joven rey, y éste pegado al cuerpo de la muchacha, recorriendo el cuello de la joven con sus labios y respirando sobre el mismo. Y así, los continuos movimientos cargados de sensualidad y frenesí les convirtieron en los protagonistas de la noche. La tensión sexual siempre había estado presente en cada uno de sus encuentros, y aquel momento se convirtió como en tantas otras veces, en una complaciente desatadura por tanta restricción; miradas que lo decían todo, cómplices sonrisas e insinuantes caricias... Una combinación que hacían levantar las sospechas de todos el gentío.

Y el complaciente final terminó por alimentar las dudas de los presentes. La acelerada respiración del joven rey chocaba con la de Ana mientras su mano seguía tras su espalda, acariciando su talle en toda su extensión; sus labios cerca de los suyos eran como una invitación, un juego de bocas imposible de ignorar. El hombre terminó por dejar escapar una instantánea sonrisa, sumergido bajo los encantos de la mujer. - Reuníros conmigo, ahora. En los corredores que dan con el gran salón. Hay asuntos de los que tratar... -Le susurró contra su mejilla, con aquella clara necesidad de estar más tiempo con ella. Ladeó tan sólo la cabeza para separarse de la proximidad de Ana y no seguir tanteando sus impulsos varoniles. Y, sin borrar aquella complaciente sonrisa, se unió con los aplausos de todos los demás dedicados a los músicos. Segundos después, encaró de nuevo su cuerpo hacia Ana y la tomó de la mano, no sin antes concederle una cómplice mirada. - Mi lady... - Posó sus labios con delicadeza sobre su mano, y rápidamente se alejó de la joven Bolena, perdiéndose entre la multitud para encontrarse con ella en los pasadizos. Pero para ello, debía de tomar una dirección distinta a la de su amada.




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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyVie Ago 06, 2010 11:56 am

Bastó solo una fugaz mirada para dar a entender al Rey de Inglaterra que la joven dama de Palacio se reuniría con él sin si quiera pensárselo. Tan solo por complacerle.
Había pasado ya demasiado tiempo desde aquellos inicios en los que Ana Bolena se negaba a aceptar las peticiones de Enrique. Muy lejanos se encontraban ya aquellos días en los que ella había tratado de manipular al Rey de una manera distante y fría. Aquellas anticuadas técnicas ya no servían. Y Ana lo sabía.
Por ello todos los planes que había ido creando y organizando en su inteligente mente habían ido reformándose a medida que el tiempo había pasado. Su objetivo ya no era simplemente enamorarle; no. Nada de eso. A partir de ahora su única meta era la de conseguir, cuanto antes, que la anulación entre el matrimonio de Catalina y Enrique diese pie a su propia coronación como Reina de Inglaterra. Un cargo pesado pero que creía poder llevarlo sin temor alguno.

Molestas miradas volvían a posarse en la pareja de baile. De amantes. Ojos que mostraban todos los pensamientos que sus bocas no lograban decir debido al miedo y respeto que sentían hacia el Rey. Personas que no parecían estar de acuerdo con aquella relación y trataban a Ana de fulana y a Enrique de ingenuo por creer en sus embrujadas palabras. Simples individuos que veían un futuro cargado de negrura para Inglaterra si la joven Bolena conseguía ascender a monarca.
Pero daba igual. Aquello no conseguía simplificar el orgullo que Ana presentaba. Siempre con la cabeza bien alta, disfrutando de aquellas personas que en un futuro serían sus súbditos. Entreteniéndose al saber que aquellas gentes tendrían que respetarla y tragarse todas sus palabras. Sí, aquello le complacía y conseguía que el odio que ellos sentían hacia ella se convirtiesen en fuerzas para la misma. No tenía miedo. A nada. Y mucho menos a una panda de imbéciles como lo eran todos aquellos presentes.

Una amplia sonrisa se acomodó en el rostro de Ana, dejando ver el disfrute que sentía al notar los labios de su amado encima de la piel de su mano. Seguidamente, con la misma mirada furtiva de siempre, la mujer mantuvo la localización de Enrique hasta que éste decidió desaparecer entre el gentío. Ante aquello, la joven Bolena vio la oportunidad perfecta para escapar de aquel bien celebrado banquete por una de las salidas opuestas a la de Enrique.
Cruzó gran parte del enorme salón, no sin entretenerse durante varios segundos con unas cuantas personas; entre ellas su hermano. Éste, parecía demostrar excitación y euforia debido a las tres, quizás cuatro, copas que llevaba encima.
Gente, toda a su alrededor, aún disfrutando de aquel festejo como si en ese mismo día el mundo fuese a acabarse. Y posiblemente Ana lo hubiese deseado así.

Segundos. Quizás un par de minutos. La gente no dejaba de entretenerla ya fuese para mantener una rápida conversación con ella o simplemente para echarle en cara aquel "teatro" que estaba montando con el Rey. Nada le importaba. En ambas situaciones, tenía muy claro qué responder. Ella nunca había presentado pelos en la lengua, gracias a Dios. Y sabía cómo defenderse en los momentos apropiados.
Finalmente, la joven terminó traspasando la barrera que había impedido que tanto ella como Enrique se encontrasen de nuevo.

En las afueras del salón no había nadie. La música se escuchaba de fondo y tan solo su taconeo al caminar era el sonido más cercano que podía escucharse. Su mirada se mantenía altiva, digna de una mujer de su calibre y una divertida sonrisa se apoderaba de su rostro al poder observar la silueta de Enrique a lo lejos. Justo en el cruce entre dos pasillos.
No lo dudó. ¿Acaso ella dudaba?; sin más, la joven aceleró su paso y corrió hacia los brazos del hombre. En estos, se fundió en un caluroso abrazo que no duró más de tres segundos debido al ansia de ella por observar cada centímetro del rostro de su Rey.

- Disculpadme por haberos hecho esperar, amor mío -le contestó la mujer a la vez que posaba uno de sus dedos en su nariz, acariciando todo el contorno de ésta. Como si la estuviese dibujando de nuevo.
- Tanto dolor... tanto dolor he sentido en estos cinco minutos en los que hemos estado separados -le contestó, tomando un tono ligeramente desesperado, para finalmente dedicarle una delicada sonrisa. Una de aquellas en las que Ana Bolena expresaba su emoción descaradamente. Exagerada, podría decirse.

Poco a poco, su rostro se fue acercando al de Enrique con el objetivo de rozar con sus labios suavemente los de él. Tentándole. Incitándole. Deseando volverle loco bajo aquella sumisión a la que lo tenía condenado.
- Mi amor, se me hace muy duro tener que vivir de esta manera... -le echó un poco en cara, aunque con delicadeza, el asunto sobre mantener bajo secreto su relación y, sobretodo, sobre el tema de la anulación de su actual matrimonio.
Estaba cansada de tener que serle fiel a una Reina que no poseía control sobre ella. Agotada de tener que escuchar las habladurías de su padre y hermano de continuo. Más que harta de aquella iglesia y su manada de carroñeros eclesiásticos que le impedían conseguir su objetivo.
Y es que bien era cierto que Ana tenía paciencia, demasiada, pero estaba empezando a perderla. Al igual que cualquier persona la perdería en la situación que ella estaba viviendo.
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyVie Ago 06, 2010 3:20 pm

La impaciencia por encontrarse con su amada en los pasadizos de la Corte no hacían más que aumentar con creces; la última mirada que le había concedido Ana, era una clara aceptación al encuentro desesperado que Enrique deseaba tener con ella. Pero el rey era un perfecto mendaz en cuestión de atesorar su concupisencia, así que, con una de sus tantas fingidas sonrisas dedicadas a sus más fieles allegados que se acercaban para entablar una charla con él, cruzó tan sólo unas exiguas palabras para dispensarse seguidamente como el monarca ocupado que solía ser. No tenía que dar explicaciones a nadie con lo que hacía o dejaba de hacer, era el rey y nadie se entrometía en sus asuntos personales, ni siquiera se atrevían a cuestionar jamás su comportamiento si no querían perder su vida por tal incumbencia. Pero, claramente, antes de emprender su ansiada marcha tenía que enfrentarse a su esposa, aquella a la que mínimamente tenía que hacerle saber su retirada en la celebración.

Se encaminó hacia la mesa que aguardaban todos los invitados y, con aquel juego de miradas inapetentes con su esposa y viceversa, terminó por desatar las sospechas de la Reina. El hombre le otorgó un leve asentimiento de cabeza en señal de despedida y, después de dar un paso hacia delante, su esposa se levantó para confrontarse con él. Las miradas fulgurantes del gentío residían ahora en ellos. “¿Vais a ver a vuestra amante? ¿vais a hacerle promesas, vais a acostaros con ella?” Le susurró con aquella voz martirizada, en el intento por hacerle sentir un vil despreciable. Enrique le condeció una forzada sonrisa, y acercó sus labios al oído de su esposa. Ahora su expresión era sombría y distante. - Ella no es mi amante... No me acuesto con ella, no hasta que vos y yo terminemos con esta farsa cuanto antes. - Le susurró con dureza en sus palabras y se dirigió a los presentes - Damas, caballeros... - “Majestad...” Le respondieron al mismo instante en que se levantaban para despedir a su rey. Y, sin ningún impedimento de por medio, se encauzó hacia la salida opuesta a la de Ana. La anulación de aquel matrimonio que atormentaba la conciencia del rey era algo que Catalina tendría que aceptar tarde o temprano.

Fuera de toda aquella celebración y griterío, allí donde la música llegaba algo amortiguada por la considerable distancia, se encontraba el joven monarca con la espalda apoyada contra la pared del corredor. Alejado de aquellas miradas fulgurantes como las que habían tenido que soportar los dos amantes durante aquel despliegue de sensualidad que habían compartido juntos en un baile que en un principio no prometía llegar a tales extremos. La mirada audaz del joven recorría con inquietud la extensión de todo el pasadizo a la espera de que la joven Bolena apareciese en un momento u otro. El taconeo tan característico de Ana hicieron que los labios del rey inglés se curvaran en una centellante sonrisa, y sus ojos se posaran en aquella muchacha que le había enloquecido de sobremanera; con sus ojos, su sonrisa, su ingenio único y su cuerpo pecaminoso. Enrique la acogió entre sus brazos con aquella sonrisa de dicha; como si fuese su más apreciado tesoro, porque Ana en aquellos instantes lo era.

- No os disculpéis, mi amor... - Empezó a decir el joven, manteniendo a su amada Ana adherida a su cuerpo al tenerla rodeada con sus fuertes brazos; dejándose empapar por aquel gesto de afecto tan reparador. - ...vos no sois culpable por ser tan deseable y que miles de buítres os acechen constantemente. - Una suave risa se escapó de entre sus labios y, acercó los mismos hacia la punta de su nariz para posarlos allí durante unos segundos apenas perceptibles; una pequeña pero grata muestra de amor que sentía el rey por la joven Bolena. La muchacha expresó cuán duro era el hecho de estar separados aunque se tratasen de cinco segundos para, después, sentenciar dicho comentario con una de sus sonrisas, a lo que el rey le correspondió instantáneamente con otra; ella sonreía, el joven monarca también lo hacía. Estaba locamente enamorado de ella, y la quería para él, era suya... La mano del rey se posó en la mejilla de su amada, tan suave y delicada cual muñeca de porcelana. - Dolor. Un dolor que se vuelve placer por el mera complaciencia de encontrarme ahora con vos, a vuestro lado... - Estar muy cerca de Ana causaba estragos en su raciocinio: el aroma de su cabello le abrumaba, sus ojos celestes le absorbían y sus labios… Dio un último paso que terminó tan cerca que era capaz de sentir como su respiración rozaba su torso a cada aspiración.

El rey sumido bajo el encanto de los provocadores juegos de labios de su amada, terminó por no resistirse y besar con dulzura el labio inferior de ésta mientras ella hablaba. - Sabéis que no será para siempre así. Mi matrimonio con Catalina jamás ha sido válido, y todo ello recae sobre mi conciencia... Amor mío, conseguiremos la anulación, os lo prometo. - Finaliazó, para intentar desviar el tema; precisamente el joven rey no tenía buenas noticias sobre aquello. Las cosas empezaban a complicarse un tanto tras la última visita a la Corte de Carlos V. La simple insinuación de Catalania sobre problemas matrimoniales podían conseguir poner en peligro todo su reinado. Le dedicó una fugaz mirada y en un movimiento poco previsible la encarceló contra la pared con su cuerpo, aprisionando el cuello de Ana con su mano para que los ojos de la muchacha se encontraran con los suyos de nuevo, brillantes de la excitación. Le dedicó una de sus tantas juguetonas sonrisas, y acercó su rostro hacia su cuello para empezar un recorrido de suaves besos en él e ir ascendiendo hacia el mentón de la joven muchacha, intensificando la dulzura de un principio. - Os deseo... - Le susurró el rey a la joven Bolena con lentitud, deslizando sus dedos por el cuello de la muchacha hasta llegar al escote de su precioso vestido, acariciando cada tramo de su piel con sentidas caricias.
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyVie Ago 06, 2010 5:33 pm

Y le impidió seguir hablando. Le hizo callar de aquella manera que tan solo él sabía hacer, pues entendía que Ana jamás dejaría de hablar aún por muchas veces que éste le mandase. Ella no solía guardarse lo que pensaba, a diferencia de muchas otras, y quizás por ello era que Enrique se encontraba totalmente a su merced. Enloquecido por haber encontrado un prototipo de fémina totalmente distinto a lo que había probado hasta entonces. Algo nuevo. Diferente. Un capricho que había sido llevado al extremo de convertirse en una enferma obsesión.
Enrique estaba ciego por esto. Y toda la gente de Palacio lo sabía. Hacía tiempo que el hombre había dejado de disfrutar de las demás mujeres tan solo para centrarse en la hija de Tomás Bolena, para enamorarla. Ya no disfrutaba tanto de sus camaradas por el simple hecho de pasar sus ratos libres componiendo poemas y cartas para la susodicha y, para más detalle, el cariño que siempre se había visto presente entre Catalina y él mismo, se había ido disipando como la luz del día al caer la noche. Y de todo esto, culpaban a Ana. La bruja que había hechizado al Rey tan solo por un beneficio propio. Un beneficio que en un principio, había visto ruin y pobre.
Ah. ¡En muchas ocasiones había deseado lanzar a la luz lo que su familia pretendía con todo aquello!, sí, bien es cierto que manipulaba a su Rey por conveniencia. ¡Pero no por la suya!.

Una pequeña sonrisa se apoderó del rostro de la Bolena tras aquel limpio agarre de labios por parte de la boca de su amado. Sin embargo, ésta no duró demasiado. Con tal solo escuchar el nombre de la Reina en boca de Enrique, una mueca cargada de cierta molestia se apoderó de su rostro. ¡Desquiciada Reina y podrido orgullo que la representaba!, Ana no comprendía como tras tantas humillaciones públicas la mujer del monarca siguiese fiel a su matrimonio. Un matrimonio que jamás había sido bien visto ni por el Rey ni por los ojos de Dios. Una pareja condenada por la mala suerte y el continuo martirio.

- Promesas y más promesas, Majestad... -le susurró la mujer, dejando entrever aquel ligero enfado que estaba padeciendo en aquellos mismos momentos- ¿Cuando conseguiré ver resultados positivos...? -preguntó, en un intento de seguir la conversación, para finalmente observar como Enrique se las ingeniaba y terminaba por hacerse el loco. Como siempre cuando las cosas entre ambos se ponían serias.

La fuerza del hombre la posó contra la pared. El frío de ésta conseguía introducirse por su cuerpo con el fin de destemplar su, en aquellos momentos, caluroso cuerpo. Por otro lado, el brusco agarre de su cuello ejecutado por una de las manos de su Rey, había conseguido que la mirada de la mujer voltease a ser firme, dura y agresiva. Una mirada perfectamente comparada a la de un león enjaulado en una cárcel de hierro. A decir verdad, a Ana Bolena tan solo le hacía falta rugir para dejar claro lo terriblemente peligrosa que podía llegar a ser.
Pero no le hacía falta. No Enrique, pues ya se encontraba demasiado acostumbrada a aquel tipo de gestos. De tratos, en general. Movimientos que parecían salidos de dos fieras en celo.
¿Dolor?, en absoluto. El Rey de Inglaterra jamás podría hacer daño físico a una mujer. Y mucho menos a Ana Bolena. Imposible. Ella era su niña. Ella era intocable.

Una nueva sonrisa se apoderó de la mujer en cuanto pudo sentir como el hombre comenzaba a hacer uso de sus encantos. Los besos; continuos y pequeños besos que se deslizaban desde su cuello hasta su barbilla con el único objetivo de excitar a la joven.
Un suspiros se escapó por la boca de ésta y en un mismo movimiento, sus propios dientes se encargaron de morder su mismo labio inferior. Señal de que cada paso que Enrique daba iba en una muy buena dirección: la felicidad de la mujer.
La mano del hombre empezó a descender, traviesa, hacia su propio escote. Aún así, no observó tal imprudencia, pues con sentirla tenía suficiente. Sus ojos se encontraban demasiado entretenidos disfrutando de los orbes azulados de su amante. Demasiado, de tal manera que si no llegaba a tener cuidado, podría terminar en los aposentos del Rey antes de lo previsto.

- Sssssh, mi amor... -le susurró Ana en un intento desesperado por intentar detenerle mientras que una de sus manos se encargaba de aferrarse a la juguetona del monarca- Yo también os deseo. Os deseo con cada minuciosa parte de mi propio cuerpo, alma y ser... pero debemos esperar -le contestó finalmente, soltando una pequeña y encantadora sonrisa para poder animarle.
Seguidamente, su mano libre, agarró la que con fuerza seguía aposentada en su propio cuello. Se desprendió de ella y aprovechó para besar dulcemente uno de sus dedos antes de morderlo con cierta tontería.
- Me entregaré a vos, os lo prometo, pues yo también ansío que me hagáis vuestra... -contestó una vez más, contra la piel de su dedo, para finalmente volver a soltar otra pequeña sonrisilla. Prácticamente como si de una niña pequeña se tratara.

En pocos segundos, Ana Bolena se había olvidado de la mano del Rey para poder centrarse en la boca del mismo. En un acercamiento cargado del más puro y simple coqueteo, la joven beso suavemente su labio inferior mientras que con sus manos ejercía fuerza en su pecho y así conseguir que su acompañante fuese retrocediendo y, por lo tanto, dejándole un pequeño hueco de escapada. Una pequeña salida de entre el cuerpo del monarca y la fría pared que Ana aprovechó para desprenderse del agarre de su amante.

- Si deseáis más, Majestad... -le comenzó a decir a la vez que se iba alejando del hombre, por lo largo del pasillo, mientras que uno de sus dedos señalaba con pequeños golpecillos sus propios labios- Tendréis que atraparme -contestó en un final antes de soltar una escandalosa risa, agarrar su aparatoso vestido con ambas manos y echar a correr por uno de los tantos cruces de caminos que por allí se encontraban.
No tenía pensado ponérselo difícil. Para nada. Pero bien era cierto que le encantaba observar el rostro del monarca cuando éste conseguía atraparla entre sus brazos. Un gesto cargado de orgullo y felicidad que le hacía ganar puntos.
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptySáb Ago 07, 2010 1:30 pm

La mano del rey se paró justo en el empezamiento del pecho derecho de la joven Bolena, sin llegar a transpasar aquella línia invisible que tenía que respetar; tan sólo lo que el escote del vestido de Ana visiblemente le permitía acariciar. Era en aquellos precisos instantes cuando el rey perdía totalmente la razón, y su lado más salvaje y pasional ocupaban completamente su mente, hecho que se veía reflejado en cada uno de sus actos. Amaba a Ana de forma incondicional, y una muestra factible de ello era la promesa -la cual cumplía a rajatabla- que le había otorgado a su amada; respetar su virginidad hasta el ansiado matrimonio.

Pero como las promesas son fáciles de garantir pero difíciles de cumplir y más aun cuando el rey compartía momentos de máxima fogosidad con su enamorada, en aquel instante sus pensamientos distaban mucho de querer apagar aquel fuego que le consumía lentamente por dentro hasta que consiguiese su ansiado deseo. Enrique, sin separarse ni un sólo centímetro de aquel cuerpo y rostro que le tenían totalmente enloquecido, se dedicó a volver a retomar la suave caricia que había dejado a medias con suma lentitud. Para, seguidamente, ir descendiendo poco a poco por el mero placer de tocar un tramo más de su piel. La mirada lujuriosa del monarca seguía clavada en la de su amada, en una batalla por transpasarse mutuamente. Tal y como requería la situación, el rey terminó por dedicarle una de sus torcidas sonrisas, con aquel deje de picardía própia de su persona.

- Vuestra piel... es tan suave y deseable. - Le susurró venéreamente, cerca de su fino cuello, con los ojos cerrados para deleitarse al aspirar su aroma, acariciando su cuello con la punta de su nariz durante el proceso. La joven Bolena pareció reaccionar finalmente y logró deshacerse de la caricia del rey al aferrar su mano antes de que la situación diese un giro inesperado. Sin separarse ni un sólo centímetro, levantó su mirada azulada y la clavó en sus ojos para darle a entender que la estaba escuchando. Ana logró persuadir a Enrique al dedicarle una pequeña sonrisa poco después de recordarle que la espera seguía estando presente. ¡Réproba anulación matrimonial! La deseaba a ella y ahora. Una pasión latente e intensa. La quería, la amaba de un modo enfermizo; era casi como el capricho de un niño pero con la fé y necesidad de un devoto en su santo. Tenía la urgencia de un enfermo por su cura, y el fanatismo de un patriota por su bandera. Ella le tenía totalmente atado por cada uno de los hilos que puede establecer un titiritero con su marioneta. Ana Bolena tenía el control... y Enrique no sabía hasta que punto.

Las pupilas del joven monarca irradiando aquella veheméncia por doquier se perdían en las facciones de la muchacha mientras ésta utilizaba sus encantadoras armas de mujer. Le provocaba, le buscaba, le desesperaba. Y él estaba sumido a sus redes cual fiel siervo. - Y yo soy todo vuestro, amor mío, os pertenezco sólo a vos. Y seguiré esperando impaciente a nuestro ansiado momento... - El dedo inquieto del rey acarició con levedad los labios de Ana, después de haberse dejado seducir con aquel gesto tan incitador. El joven rey dejó resbalar su mano con lentitud al ser presa por la de su amada. La observó con interés, sin ningún atisbo por querer deshacerse de aquella traviesa sonrisa. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? El rey inglés podía esperase cualquier cosa de la joven Bolena.

Un acercamiento, un acercamiento fue suficiente para presagiar aquello que la joven doncella deseaba. La boca de su amante se posó en el labio inferior del rey en un inocente beso; a lo que el rey rápidamente hizo el ademán de entreabrir los labios para sumergirse dentro de la boca de Ana. Pero, para sorpresa del joven monarca, las manos de su amada ejercieron la fuerza suficiente para apartarle de su cuerpo y, retrocediendo un par de pasos; le consagró una mirada feroz.

“Si deseáis más, Majestad... “

Encaró una ceja y la observó con fijeza, soltando una pequeña risa ahogada, encendida por los juegos incitadores de Ana Bolena. El rey, sin dejar de escrutar en su mirada, le comunicó con un leve y lento movimiento de labios lo siguiente: “Os atraparé”. Y, antes de dar un paso hacia delante, la joven Bolena emprendió la corrida. El rey inició la persecución tras su amada, la cual, se perdía entre los cruces de los distintos pasillos. El joven, consciente del camino que había tomado su amada, decidió sorprenderla al engarzarse en otro trayecto que, si bien imaginaba, le llevaría a toparse con ella de frente. El sonido de los tacones de la joven Bolena se hacían cada vez más próximos y, Enrique, deslizando sus dedos por la pared con lentitud para apoyar seguidamente su espalda en la misma, esperó. Hizo su aparición saliendo de su escondrijo en el mismo instante en que predecía que Ana debía de cruzarse con él. Pero su amada no se hallaba allí donde el joven había presentido. Su sonrisa se transfiguró por un gesto de total desconcertación. ¿Dónde se encontraba?
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptySáb Ago 07, 2010 7:28 pm

Ágiles y rápidos eran los movimientos de Ana Bolena entre las constantes encrucijadas de los pasillos de Palacio. Una y otra vez el cuerpo de la muchacha se dedicaba a aparecer y desaparecer en un vaivén de descontrolados pasos entre las entradas y salidas de los mismos cruces allí establecidos. Nadie lograba escuchar aquel continuo correteo de los dos amantes pues la fiesta era la llamada de atención para todos los presentes de la Corte en aquellos momentos.
Continuos taconeos por parte de la joven Bolena y cantarinas risas lograban escapar por la boca de la misma al observar como, a pocos, Enrique iba apoderándose del terreno que les separaba.
La dulce hija de Tomás Bolena no tenía tiempo para mirar hacia atrás. Sabía perfectamente que si lo hacía, los dos anchos brazos de su Rey terminarían por atraparla en una cárcel de calor corporal. Aquello, sin lugar a dudas, sería su fin.

De nuevo las carreras, la risa y la perdición de ambos amantes por ser los ganadores de su propio juego. Al menos hasta que el hábil escondite de Ana consiguió alterar las previsiones que el Rey tenía en un intento de atraparla.
Allí, prácticamente al lado de su monarca, entre pequeños huecos hundidos en las paredes y cortinas, la mujer que había logrado encandilar al Rey de Inglaterra ojeaba la situación en sumo silencio.
Enrique parecía aturdido, molesto. Miraba de un lado a otro con la clara intención de localizarla, pero parecía morir en desesperación al comprobar que su amada no se encontraba por ningún lado. Mucho más cerca de lo que creía estaba ella. Aún escondida, aguantando aquella respiración que podría delatarla. Nada. Ningún ruido más a su alrededor. Sumo silencio y, finalmente, un ligero corre de las cortinas. Un pequeño sonido lo suficientemente suave como para que el Rey ni se diese cuenta de él.

Pasito a pasito y sin querer alterar al monarca más de la cuenta, Ana Bolena comenzó a acercarse a las espaldas del susodicho aguantando la risa. Su objetivo era sorprenderle. Taparle los ojos y susurrar palabras en su oído era lo que por mente de la joven pasaba en aquellos momentos. Quizás besar su cuello de aquella manera tan sutil con la que lo hacía y finalmente volverle a recordar que su pasión no podía ser consumida debido al problemático matrimonio que se establecía entre él y la Reina Catalina.
Ana sabía que aquel cambio repentino de tema lograría enloquecer a Enrique. Quizás no lo dejase ver debido a su propia presencia, pero la mujer tenía bien claro que el Rey no soportaba tocar aquel tema. Sí, posiblemente lo mejor sería dejar las cosas como están y que éstas mismas siguiesen su curso; pero si eso fuese así, Bolena jamás conseguiría su propósito. La insistencia era su mejor arma de ataque y posiblemente, sin ella, no hubiese jamás llegado a tanto.

Y finalmente, las blanquecinas y delicadas manos de la dama de Palacio rodearon al monarca y se posaron encima de sus ojos con la simple intención de tapárselos. Una pequeña risa se escapó de entre los labios angelicales de ésta para finalmente ser acercados hacia uno de sus oídos. Sin rozarlo. Aún no. Debía jugar un poco más con aquella situación antes de que Enrique decidiese cortarla por completo. Como siempre hacía cuando la excitación terminaba por envolverle en locura.

- Majestad... y yo creyendo que seríais vos quien me ibais a atrapar -le susurró en un tono cargado de burla, quizás en un intento de causarle cierto enojo. Un pequeño pique cariñoso por parte de ella.
- Me temo que estáis perdiendo facultades, mi amor -volvió a forzar la situación, divertida, esta vez posando sus labios encima de su oreja.

Y se la mordió. Con lentitud. Dejando que sus delicados dientes comenzasen a abrirse camino por la fina piel de su Majestad. Por el contrario sus manos poco a poco fueron abriéndose de par en par, permitiendo así que el monarca volviese a poseer su campo de visión despejado. Seguidamente, éstas mismas fueron abriéndose paso por el cuerpo del hombre. Se situaron en su cuello, delicadas, para seguidamente ir deslizándose hasta su pecho donde terminaron deteniéndose. Simplemente porque no deseaba dar razones al Rey sobre la descabellada idea de acostarse antes de tiempo.
Su boca, que aún seguía bien aferrada a su oreja, había terminado posándose en su espalda. Ahora, se dedicaba a depositar dulces besos en la ropa de éste mientras que su nariz se encargaba de rozar la misma.
Su aroma, el sencillo aroma que Enrique desprendía era lo que terminaba de hacer embriagar a la señorita Bolena. Por más que su objetivo fuese claro, por más que su padre y hermano luchasen por la simple seducción del Rey, Ana parecía comenzar a saltarse sus propias reglas. Ya nada era como en un principio. Enrique le atraía, le gustaba y cada día estaba más segura de que ansiaba terminar haciendo el amor con él en su lecho.
¿Cayendo en su propia trampa?, posiblemente.

- Mi amor... decidme, ¿cuánto me amáis? -preguntó la joven finalmente, abriendo los ojos que por un instante había. Deseando escuchar aquellas palabras cargadas de aquel amor que tan solo Enrique podía otorgarle.
Sí, necesitaba estar seguridad de la fidelidad del Rey aunque, más que eso, quería estar segura del amor verdadero que éste sentía hacia ella. Un amor que, tarde o temprano, podía ser plenamente correspondido.
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyLun Ago 09, 2010 6:09 pm

Lo que había comenzado como un juego al que el rey había cedido totalmente encantado bajo el embrujo al que estaba sometido por la joven Bolena, terminó por desencadenar su descontento. Enrique era de la clase de hombres que cuando las cosas no le salían tal como en un principio estaban previstas bajo su extricta mirada, se molestaba de sobremanera. La mirada cautelosa del joven monarca se perdía en el extenso pasadizo, mientras se mantenía abstraído en un silencio sepulcral. En el claro intento de cerciorarse de tan sólo una insignificante señal que le indicara la ubicación en donde su amada se ocultaba. La murmullos mitigados de toda la muchedumbre en la celebración y, la música que seguía resonando pese a que se escuchara aplacada por las sopesadas paredes, lograban desconcentrar al rey y que no pudiese poner más empeño en percatarse de los posibles pasos de Ana.

Un destello, una especie de destello le bastó a Enrique para saber con rotundidad que la joven doncella se acercaba con pasos cautelosos hacia donde se encontraba. Podía percibir su presencia, la sentía a su alrededor. Era aquel sentimiento que envolvía e invadía al monarca tan sólo al verla a ella, un sentimiento capaz de mover montañas y de hacer cosas inimaginables... Todo por ella, por tan anhelado amor. El rey ladeó hacia el lado izquierdo muy lentamente su cabeza para poder verificar si estaba en lo cierto; si su amada se encontraba allí con él, o si se trataba de una ingeniosa imaginación de su obsesión por la misma. No sería la primera vez que se sobresaltaba en plena noche al soñar con su amada, en sus juegos de seducción que apenas lograban concederle el sueño. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida y, sin moverse ni un sólo centimetro de su posición, se dejó maravillar por el contacto de Ana Bolena en cuanto ésta le cubrió la vista con sus cálidas manos.

La musical risa de Ana se coló agradablementen en sus oídos, a la cual, rápidamente Enrique también se unió. Aquella atmósfera les envolvía en un aura pasional, y pese a que la tensión sexual que había entre los dos siempre había estado presente, en esta situación se iba acentuando de una forma tan desmesurada que el rey empezaba a exasperarse. Ana Bolena era capaz de llevarle al cielo como al mismo tiempo al infierno. Las palabras dichas en susurros por su enamorada, hicieron sacarle de aquella especie de trance momentáneo para finalmente reaccionar y fruncir levemente el ceño con molestia. - ¿De verdad así lo creéis, Ana? - Le cuestionó en un tono de voz monocorde, aun así sabía que lo decía con aquel tono de grácia único en ella; la conocía, y sabía que no iba en serio. Relajó las facciones de su rostro y se le escapó media sonrisa. - Como en ciertos casos se dice, amor mío, jamás puede subestimarse el... - Y no continuó, el rey acortó aquello que tenía planeado decírle para disfrutar plenamente de aquella placentera sensación que le producía al sentir los dientes de su amada aferrar con seducción la piel de su oreja.

El joven monarca tuvo que apremiar fuertemente la mandíbula para reprimir sus más oscuros instintos, aquellos que -en su complaciencia- podría llegar a sacar a relucir plenamente tarde o temprano. Aquello le estaba enloqueciendo, las suaves caricias de Ana que finalmente pararon sobre su pecho, le hacían perder la poca cordura que le quedaba, y la dulzura de sus besos le nublaban prácticamente la mente. Un suspiro amortiguado salió de los labios de Enrique y, abriendo los ojos seguidamente -sin pararse a ver nada en concreto- atendió a las palabras de su amada. - ¿Cuánto os amo? - Repitió el rey, girando el cuerpo con lentitud en consecuencia para encontrarse cara a cara con Ana. Los ojos del monarca se enfrentaban a los suyos para después desviarse a los labios de la misma, con el deseo encendido en sus pupilas. - Para mí, amor mío, la definición perfecta del amor sois vos. - Los ojos del rey cargados de lujuria, se tornaron más tiernos que de costumbre. - Le vrai amour n'a pas de fin, parce que n'a pas simplement de finale. - Le confesó en su perfecto francés hablado, tal y cómo Ana entendía a la perfección. "El amor verdadero no tiene fin, porque simplemente no tiene final." Una nueva sonrisa se cruzó por el rostro del monarca, mientras éste le pedía a gritos con la mirada perderse en sus labios. Acortó la distancia y empezó a acercar su rostro con lentitud hacia los labios incitadores de su amante. Quería probarlos antes de que la despedida de ambos amantes se hiciese presente, pues la gente empezaría a sospechar.
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyLun Ago 09, 2010 10:42 pm

El francés. Oh, la la!. El simple y sencillo idioma del amor desgastándose en los perfectos y acomodados labios de su amante. Éstos que ya en varias ocasiones había degustado y había logrado comprobado su textura. Dulces. Absolutamente dulces y cargados del más infesto fuego del infierno. Quemaban. Ardían. Y desprendían calurosas sensaciones consecuentes a lograr hacerte pensar en actos prohibidos. Pensamientos que si Ana no conseguía destruir, terminarían por hacerle caer en los atrayentes encantos de su Rey. Su señor. Su títere.
¿Realmente?, para qué negarlo. Enrique le traía loca. Había pasado totalmente de ser un simple objetivo en su lista a convertirse en algo mucho más fuerte. Un capricho también. Un deseo. Un frenesí incansable. Un completo huracán en su vida. De ese tipo de fenómenos naturales que la golpeaban, la zarandeaban y le conseguían hacer estremecer. Y aún no habiendo podido degustar los placeres que el hombre debía de esconder como armas -sí, me refiero a su buen manejo en la cama-, ella ya había podido disfrutar de lo que era llegar al éxtasis junto a él. Pues tan solo con aquellos míseros y ruines susurros que Enrique le dedicaba al oído, la mujer conseguía temblar invadida en un fuerte sentimiento de placer. De gloria, a decir verdad. Rezaba a Dios por haber conseguido el interés del Rey y también lo maldecía por ello. Jamás la lujuria podía haberse presentado tan peligrosa.

Una nueva sonrisa se apoderó de Ana Bolena, una sonrisa cargada de encanto en cuanto los labios del hombre buscaron los de ella misma. Bien sabía la mujer que lo tenía prácticamente maniatado, engullido por el propio veneno que ella desprendía, y era por ello que jugar con él podía ser un pasatiempo demasiado entretenido. Pero no por ello demasiado idóneo teniendo en cuenta lo poco paciente que era el Rey de Inglaterra. Temía, y de verdad, que en alguna de aquellas ocasiones éste aprovechase para tomarla en cualquier lugar. Fruto del cansancio por esperar a arrancarle la virginidad. Culpa de la misma condena a la que le estaba sometiendo día a día.
Fue por ello y solo por ello, que no dudó en corresponder a su beso. Disfrutándolo. Dejando que éste posase labio contra labio su boca y, seguidamente, que ésta misma abriese travesía hacia su propio interior. Mezcla de salivas. Roces incansables de lenguas. Y finalmente pequeños mordiscos de la muchacha hacia los labios del hombre. Intencionando el querer herirlos.

Sus manos finalmente se apoyaron en sus mejillas y, con lentitud y suma suavidad, fue apartando al hombre de su rostro. Su mirada seguía bien puesta encima de la suya. Y le retaba divertida a que no la apartase. Sabía que Enrique no estaba dispuesto a hacerlo. Y aunque ella tampoco, finalmente su mirada comenzó a deslizase hacia sus labios de nuevo. Signo de sumisión y muestra de deseo por su parte. Rendición súbita por parte de Ana Bolena. Victoria triunfal para Enrique.

- Majestad... aunque bien es cierto que mi amor por vos desea mantenerme aferrada a vuestra persona, déjeme decirle que nuestro tiempo de encuentro se ha acabado -le contestó, fingiendo un ligero tono de amargura, para finalmente posar sus labios de nuevo contra los suyos- Os estarán buscando, lo sé, y aunque me duele más que a nadie perderos por esta noche, debo dejaros ir... -sentenció, volviendo a posar sus ojos sobre los ojos. Dejando ver una mirada repleta de desesperación.
- Os deseo... y cada noche peco imaginándoos en mis sueños -continuó, dejando escapar una sonrisa en su final a la vez que se desprendía de él, separándose del calor de su cuerpo y, por lo tanto, de la satisfacción que la recorría.
- Por favor. Cuanto antes. Debéis deshacer ese matrimonio ingrato que presentáis con vuestra esposa -le recordó de nuevo, con seriedad a la vez que sus manos agarraban parte de su vestido, lo alzaban y ella misma se inclinaba en forma de reverencia. ¿Despedida?, posiblemente. La música había parecido detenerse y la presencia del Rey debía irradiar en la sala.

Y dolía. Claro que dolía. No por el simple hecho de que en su fuero interno, deseaba convertirse en Reina. No. Nada de eso. Más bien se trataba por la rabia que sentía hacia la actual Reina. Todos. Absolutamente todos, la amaban. Y no había manera de que aquel amor que sentían por ella se convirtiese en rabia o desprecio. Temía no ser querida como aquella mujer. Y se enojaba al pensar que su nombre no iría a más de "simple concubina del Rey". Aún sin haberse acostado con ella. Tachada de fulana y odiaba por más de uno. ¿Cómo no iba a doler? y quemaba. La verdad quemaba mucho.
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Enrique VIII
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MensajeTema: Re: A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII}   A veces, sin más, el mundo se para. {Enrique VIII} EmptyJue Ago 12, 2010 9:37 am

Las manos del rey resbalaron por la mejilla de Ana segundos prévios por sentenciar el deseo de ambos en un apasionado beso. Apenas tocándola con sus dedos, como si se asegurara que realmente se encontraba allí con él. Podía percibir la tibiez de su piel, su calor, aquel calor abrasador cual fuego cuando sus dedos la rozaban y trazaban un mapa invisible por su piel; una sensación tan hechizante como su respiración al accelerarse, cuando los alientos de ambos se chocaban en un dispar sin fin de sensaciones. Quería probar aquellos labios que le volvían loco en cuanto antes. La paciencia del rey se agotaba con los días, y él bien sabía que alguno de éstos terminaría haciendo una locura. Mas aún si la anulación del matrimonio seguía alargándose por mucho más tiempo. Quería poseer a Ana, tomarla con desespero, que fuese completamente suya. Pero se lo había prometo y él bien sabía que, además de no arrepentirse por haberlo hecho y respetar a su amada, la espera valdría la pena. Sin embargo, en los momento de máximo éxtasis, el joven rey era muy pasional, y si no se le ponía un alto... Difícilmente sería él quién lo hiciese.

La sonrisa que se dibujó en el rostro de la joven Bolena al cerciorarse de las intenciones de Enrique, terminó por dejarle completamente enloquecido por su encanto. El rey le correspondió la sonrisa con aquel matiz de picardía própio del mismo en cuanto sus labios ya rozaban los de la joven doncella. Si bien era sumamente tentadora la fragancia de la mujer cada vez que el monarca inglés hundía su rostro en su pelo para aspirar el mismo con dicha, sus labios, aquellos que tan bien se amoldaban a los suyos, era experimentar una sensación mucho más dulce, intensa y deseable, que cualquier otra que pudiese percibir. El rey la aupó en sus brazos para poder reclamar con más desenfreno los labios de Ana. No fue delicado, no quería ser delicado, ni tampoco quería ser delicado en aquellos instantes. Y Ana también parecía entender a la perfección aquella mutua necesidad por sumirse plenamente en aquel beso sin restricción.

Enrique buscaba los labios de Ana con un deseo voraz; la boca del rey se movía ávida contra la suya mientras los labios de los dos amantes se besaban con brusquedad. La sangre le bullía bajo la piel mientras se introducía en su boca y se perdía por su cavidad con aquel frenesí insaciable. Quería retener aquel sabor, aquella sensación que no sabía bien si asemejarla al Infierno o el Paraíso. Bajó a Ana de entre su pasional abrazo, pero sin la intención de separase ni un sólo centímetro, pues la estrechó contra su cuerpo para prolongar aquel beso que tanto había ansiado desde su encuentro con ella en la la gran celebración. Las manos de Ana apartaron con extrema suavidad el rostro del hombre, después de que éste se dejara envolver por aquel halo pasional de su amada al mordisquear los labios del mismo. Enrique finalmente abrió los ojos para enfrentarse a los suyos con fijeza; brillaban de la excitación. Los de Ana se posaron de nuevo en sus labios, con el deseo permanente en sus orbes. Tal y cómo el rey solía contemplarla muchas veces. Su control se había convertido en un sopor totalmente sometido a sus encantos que le atraían hacia ella sin remedio posible. Algo que él tampoco quisiera remediar.

Un suspiro apenas perceptible se escapó de entre los labios del rey mientras cerraba los ojos unos instantes al escuchar sus palabras. - Ana... - Torció el gesto con descontento; pese a no quererlo, debía dejarla ir por hoy. Del mismo modo en el que él tenía que que regresar a la celebración ya terminada para hacer acto de su presencia. El monarca unió de nuevo sus labios con los de Ana brevemente, tan sólo por el mero placer mutuo. - No lo hagáis, ahora soy vuestro prisionero. - Le susurró con aquel tono varonil, dedicándole seguidamente una de sus atrayentes risas. Intentó acortar de nuevo las distancias con su amante para fundirse en otro apasionado beso pero, sin embargo, ella se deshizo de su agarre para separarse de él, dejando al monarca con el éxtasis recorriéndole por las venas. La diversión del monarca apenas unos segundos atrás, se transfiguró por una expresión más serena y fría tan sólo al recordar su máxima prioridad. Enrique se inclinó al mismo tiempo que Ana, con aquella cómplice mirada clavada en la de ella para, seguidamente, tomar su mano, y depositar un precavido beso en la misma. - Mi lady... - Le dijo simplemente, para acercarse en un movimiento impredecible hacia su cuerpo y adherirse al mismo con fogosidad. Dirigió sus labios hacia su oído para susurrarle con vigor. - Recibiréis muy pronto noticias positivas acerca de la anulación. Os las haré llegar, amor mío. Nuestra ansiada felicidad muy pronto será completa por la grácia de Dios. La prosperidad para ambos se aproxima, es inminente, mi futura esposa y Reina de inglaterra. - Finalizó, para separarse de ella en un impulso, y emprender la marcha en dirección al salón con pasos veloces. Algo que Enrique solía hacer; cuanto más acortada fuese la despedida, más fácil sería para ambos.

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